Era un jueves, el 30 de abril de 2008, cuando el Grup
d’Estudis Històrics Fallers de Burriana dio a conocer su edición de mi libro Les
creus de maig en el salón de plenos del ayuntamiento de Burriana. El
encargado de la presentación fue el poeta José Félix Escudero, quien había
tenido a bien redactar el prólogo que reproducimos a continuación.
PROLOGO DE LES CREUS DE MAIG
Lo diré pronto: éste era un libro necesario y por tanto
inevitable. Es cierto que la tecnología informativa actual nos permite bucear
en cualquier tema con descaro y nos acerca a los dietarios de la sociedad, a
sus costumbres y usos, a sus celebraciones, con inusitada rapidez, pero al
tiempo con metódica impuntualidad, con aires de aserto provisional, con la poca
hondura que conceden las miradas indiferentes. Para saber mucho de algo, nos
concierna o no, nos importe o nos deje
fríos, hay que encarar el tema desde la pasión del inflamado o desde la
exigencia del historiador. Un gran poeta inglés prerromántico, William Blake,
con quien comparto la sugestión de los sueños que se insertan en las fantasías
de transformación del mundo, y celebro su poema del tigre, decía que son más
sabios los tigres de la rabia que los caballos de la educación. El sabrá
porqué, aunque sea fácil colegir los reverberos de su afirmación, pero lo
cierto es que me da que Julián Arribas se ha guiado más por la rabia de los
tigres que acechan su presa, que por las exigencias de su vocación pedagógica.
Ha delimitado con precisión de felino andariego las trazas históricas de una
fiesta popular y ha exigido, de paso, que ese rastro no se pierda.
Nunca hasta hoy me había preguntado por las cruces de mayo
en términos de manifestación ritual o discursiva, nunca como fuente de
información cultural, expresión de un
manual corporativo o resumen incierto de aspectos más azarosos de la fiesta. Me
limitaba, desde pequeño a verlas de cerca, disfrutando de su ascética simetría
y suponiendo la vinculación religiosa del símbolo. Nunca tracé una línea
explicativa en mi pensamiento que me permitiera urdir un discurso infantil o
juvenil coherente a propósito de aquellos monumentos, más allá de la
correspondencia con el mes de las flores y el de María.
Pero no solo eso. Las olvidé. Pasé con delicadeza la página
floral de mayo, pues en mis posteriores trayectos no hubo nunca motivo que me
la trajera a la memoria, quizás porque en mis extensas migraciones por la
geografía peninsular y europea, no hubo nada que me recordara esa celebración, ni siquiera el famoso mayo del pueblo
de mi padre en la meseta castellana, aquel álamo pelado que se levantaba en la
plaza, a la manera del ciprés de Gerardo Diego cual enhiesto surtidor, en este
caso sólo de sueño. Pregunté una vez por
aquel mayo y me contaron una parte de la historia festiva que envolvía y sus
antiguos arraigos rituales, vinculados a los cambios de estación, a la
invocación de ayudas divinas y demás abalorios conceptuales ligados a nuestra
débil y solitaria posición en el universo. No hice tampoco mayores
averiguaciones y con los años aquel árbol esmirriado y triste, que sugería
pesadillas verticales y sólo ilustraba la tensión de un instante de vértigo,
pasó a las estanterías del recuerdo.
Pero hace poco, en los
idus de febrero, recibí una llamada de Rafael Arribas que en nombre del Grup
d’Estudis Històrics Fallers, me pedía colaboración para este libro que tenéis
entre las manos como prologuista y presentador en el día de su nacimiento.
Estuve por negarme, últimamente siempre estoy en los aledaños del no piadoso y
excluyente que me exime de adentrarme donde no me apetece. No lo hice porque
era una llamada de Burriana, de gente de mi pueblo, a la que ni sé ni quiero
decir no. Pensarán algunos que es por miedo a la crítica feroz de los paisanos,
dispuestos a reprochar descaradamente una negativa que supone un duro agravio
frente a los innumerables síes anteriores. No es por eso, esa crítica si se
produjera sería producto del desengaño más que del desprecio y la recibiría
gustoso.
A mí me ha parecido convincente y genuino el argumentario de
los orígenes del rito de las cruces, esa introducción que Julián hace buscando
identificar el territorio de las íntimas pertenencias, las adulaciones divinas,
el miedo, la sorpresa cuajada y voluptuosa de las noches de invierno, su
oscuridad traumática, que se volvía marfil y oro en primavera para que el
tiempo se inventara la vida, desde los mismos cimientos de la muerte. Me apunto
al origen celta de esta liturgia, a la verbalidad de mayo, al revoloteo sensual
de la naturaleza, al racimo incipiente de los labios. De hecho me apuntaría al
origen celta de cualquier cosa. Aprecio ese pueblo, el viento esparcido de su
ansia mineral, su música incesante. Que se inventaran la primavera para
sostenerla entre las manos cuajadas de flores repudiando la tosca esclavitud de
la ignorancia, me resulta crucial, lírico y estimulante.
Pero después de esa breve
introspección en los ritos germinativos, sublimados por la religión y
encastados en tradiciones y leyendas viajeras, veo que el relato tiene tanto la
intención de fijar los hechos de manera minuciosa como la de explicar la
historia de un fenómeno creciente, extraño en sus inicios y que poco a poco, en
el transcurso de apenas sesenta años se ha convertido en una manifestación
grandiosa, donde convergen ilusión, competencia, esfuerzo y creatividad. Lo
cierto es que desde la primera cruz de aquel mayo del año 1.944, importada
desde Caravaca, por un burrianero de adopción inquieto y desmedido, el profesor
Solà, uno más de la virtuosa cofradía intemporal y lúdica de este pueblo, no ha
habido año en que no creciera el fragor de esa primavera preñada de cruces por
las calles.
El vientre de la fiesta,
sistemático y antiguo, livianamente explicado en los tibios rituales
primaverales de las cruces de término, “los calvarios” y lúdicamente resuelto
en las maravillosas excursiones marineras del bisbe Luís Pérez “Carallarga”, se
fue haciendo más grande, más enjambre expresivo, conforme el pueblo se lo
apropiaba y lo convertía en pasaje de una forma cultural abierta y
refrescante. Bastó que los falleros
hicieran un primer ejercicio de identificación, para que la fiesta adquiriera
altura en su vuelo. Pero como en estos menesteres siempre es necesaria la mano
que guía los vaivenes de la gloria, hay un reguero de nombres imprescindibles
que circulan por las páginas del libro, sin cuya voluntad creativa y de
sublimación, no hubiera sido posible nada de cuanto aquí se cuenta. Hablo de
Joaquín Ortells, omnipresente durante treinta años, inventor casi de la fórmula
y de sus variaciones sucesivas, jardines incluidos. Hablo de Antonio Gumbau y
Juan Vidal, en permanente tensión creativa, nunca circunspectos siempre
acezantes. Hablo también de Antonio Agut, de Piera y de Villalta.
Sé que me dejo a muchos que no siendo los creadores- es
obvio que el corporativismo me puede- han dedicado su mejor energía al proceso
haciendo el trabajo oscuro y metódico de la organización y el desempeño diario.
Entre ellos está los falleros de tantas y tantas fallas que han ido
interviniendo, con los años, en esta fiesta del mayo vital y predecible de
Burriana.
J. Arribas en su afán por impermeabilizar las paredes de su
trabajo historiográfico, no deja nada sin reseñar y para evitar la tentación
del simplismo expositivo, recurre a la sistemática temporal y explica por
décadas, desde la primera de mitad de los cuarenta hasta la última desde los
años dos mil, las distintas magnitudes de la fiesta y los elementos que
caracterizaron cada una de ellas. Porque curiosamente en cada una de esas
etapas hay datos singulares. Unas veces es el cambio de ritmo expresivo, la
suavización de las formas, la búsqueda de la sensualidad. Otras es la
generación de elementos complementarios, jardines, hornacinas, que exijan una
mirada dual, menos literalmente piadosa, más ubicua. Otras veces el vigor se
resuelve desde la competencia entre unas fallas y otras, La Mercé i La
Ravalera, l’Escorredor i Garbó. Otra década se identifica por la irrupción de
La Bosca y otra con un liderazgo casi cruel de l’Axiamo, imperial y explosiva.
Me atreví a decir que si, sin saber nada del tema, sin
recordarlo siquiera, porque el vínculo forjado entre mi pueblo, mis emociones y
mi memoria es tan poderoso y simétrico como la mirada del tigre, aglutina
pedazos indisolubles de materia orgánica y conceptual y me impide la
posibilidad de negarme. Ya puestos, supuse que además de leerme el libro y
atiborrarme de visiones precisas y preciosas de centenares de cruces de mayo,
descubriría algo más, obtendría referencias del inconsciente colectivo
burrianero y esa constatación o esa evidencia sobrevenidas me ayudarían a
entender mejor los códigos personales de pertenencia a la tribu.
Debo confesar que ha sido así. Os preguntaréis cómo es
posible que una monografía donde se repite incesante una letanía visual y
textual con el objetivo de aclarar conceptos, ilustrar connivencias, fijar
fechas, recuperar nombres y enseñar monumentos, pueda provocar hallazgos
personales esclarecedores. Muy sencillo, este libro no es solo eso, que
siéndolo ya justificaría su edición, es además la recreación de una
singularidad que nos atañe como pueblo, la del protagonismo con nombre propio,
ese que dota de especificidad a cuanto hacen los burrianeros, con independencia
del escenario, el tema y los condicionantes.
He observado con agrado y un punto de complicidad cínica,
que algunos de mis amigos cuando se presentan dicen que son de Burriana después
de decir su nombre, o incluso arguyen esa condición de pertenencia para obtener
pequeños favores en determinadas circunstancias. Necesito dos entradas para
esta tarde, decía mi amigo de Burriana asomado a la taquilla y al contestarle
el otro que no quedaban le respondía sin sorna, con una convicción casi
proteica, es que soy de Burriana. En el tira y afloja de esta historia
legendaria mi amigo y yo hemos convenido en un final feliz: le daban las dos
entradas por ser de Burriana.
Algo de esa certidumbre, de esa voluntad de trascendencia de
lo cotidiano, de ese código personalísimo y dúctil que nos induce a buscar y
perseverar, como burrianeros, en la diferencia, hay en este libro de Julián
Arribas sobre las cruces de mayo. No sé que le ha impelido a husmear en este
territorio totémico y tribal, donde lo cristiano se apropia de lo pagano, lo
digiere, lo transforma y lo utiliza con nuevos ropajes, si ha sido su vinculación personal a la
fiesta, la necesidad de definir el lazo festivo de fallas y cruces, el afán
nunca expresado de convertirse en portavoz del colectivo o la pretensión de
homenajear a cientos de personajes que han hecho posible que esa tradición, no
originalmente burrianera, agrandara su urdimbre en nuestro pueblo y permitiera
comprobar, una vez más, que para nosotros lo normal se define,
contradictoriamente, por su excepcionalidad.
José Félix Escudero
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