viernes, 2 de marzo de 2012

Necesario y por tanto inevitable


Era un jueves, el 30 de abril de 2008, cuando el Grup d’Estudis Històrics Fallers de Burriana dio a conocer su edición de mi  libro Les creus de maig en el salón de plenos del ayuntamiento de Burriana. El encargado de la presentación fue el poeta José Félix Escudero, quien había tenido a bien redactar el prólogo que reproducimos a continuación.



PROLOGO DE LES CREUS DE MAIG

Lo diré pronto: éste era un libro necesario y por tanto inevitable. Es cierto que la tecnología informativa actual nos permite bucear en cualquier tema con descaro y nos acerca a los dietarios de la sociedad, a sus costumbres y usos, a sus celebraciones, con inusitada rapidez, pero al tiempo con metódica impuntualidad, con aires de aserto provisional, con la poca hondura que conceden las miradas indiferentes. Para saber mucho de algo, nos concierna  o no, nos importe o nos deje fríos, hay que encarar el tema desde la pasión del inflamado o desde la exigencia del historiador. Un gran poeta inglés prerromántico, William Blake, con quien comparto la sugestión de los sueños que se insertan en las fantasías de transformación del mundo, y celebro su poema del tigre, decía que son más sabios los tigres de la rabia que los caballos de la educación. El sabrá porqué, aunque sea fácil colegir los reverberos de su afirmación, pero lo cierto es que me da que Julián Arribas se ha guiado más por la rabia de los tigres que acechan su presa, que por las exigencias de su vocación pedagógica. Ha delimitado con precisión de felino andariego las trazas históricas de una fiesta popular y ha exigido, de paso, que ese rastro no se pierda.

Nunca hasta hoy me había preguntado por las cruces de mayo en términos de manifestación ritual o discursiva, nunca como fuente de información cultural, expresión  de un manual corporativo o resumen incierto de aspectos más azarosos de la fiesta. Me limitaba, desde pequeño a verlas de cerca, disfrutando de su ascética simetría y suponiendo la vinculación religiosa del símbolo. Nunca tracé una línea explicativa en mi pensamiento que me permitiera urdir un discurso infantil o juvenil coherente a propósito de aquellos monumentos, más allá de la correspondencia con el mes de las flores y el de María.

Pero no solo eso. Las olvidé. Pasé con delicadeza la página floral de mayo, pues en mis posteriores trayectos no hubo nunca motivo que me la trajera a la memoria, quizás porque en mis extensas migraciones por la geografía peninsular y europea, no hubo nada que me  recordara esa celebración, ni siquiera el famoso mayo del pueblo de mi padre en la meseta castellana, aquel álamo pelado que se levantaba en la plaza, a la manera del ciprés de Gerardo Diego cual enhiesto surtidor, en este caso sólo de sueño. Pregunté una vez por aquel mayo y me contaron una parte de la historia festiva que envolvía y sus antiguos arraigos rituales, vinculados a los cambios de estación, a la invocación de ayudas divinas y demás abalorios conceptuales ligados a nuestra débil y solitaria posición en el universo. No hice tampoco mayores averiguaciones y con los años aquel árbol esmirriado y triste, que sugería pesadillas verticales y sólo ilustraba la tensión de un instante de vértigo, pasó a las estanterías del recuerdo.

Pero hace poco, en los idus de febrero, recibí una llamada de Rafael Arribas que en nombre del Grup d’Estudis Històrics Fallers, me pedía colaboración para este libro que tenéis entre las manos como prologuista y presentador en el día de su nacimiento. Estuve por negarme, últimamente siempre estoy en los aledaños del no piadoso y excluyente que me exime de adentrarme donde no me apetece. No lo hice porque era una llamada de Burriana, de gente de mi pueblo, a la que ni sé ni quiero decir no. Pensarán algunos que es por miedo a la crítica feroz de los paisanos, dispuestos a reprochar descaradamente una negativa que supone un duro agravio frente a los innumerables síes anteriores. No es por eso, esa crítica si se produjera sería producto del desengaño más que del desprecio y la recibiría gustoso.

A mí me ha parecido convincente y genuino el argumentario de los orígenes del rito de las cruces, esa introducción que Julián hace buscando identificar el territorio de las íntimas pertenencias, las adulaciones divinas, el miedo, la sorpresa cuajada y voluptuosa de las noches de invierno, su oscuridad traumática, que se volvía marfil y oro en primavera para que el tiempo se inventara la vida, desde los mismos cimientos de la muerte. Me apunto al origen celta de esta liturgia, a la verbalidad de mayo, al revoloteo sensual de la naturaleza, al racimo incipiente de los labios. De hecho me apuntaría al origen celta de cualquier cosa. Aprecio ese pueblo, el viento esparcido de su ansia mineral, su música incesante. Que se inventaran la primavera para sostenerla entre las manos cuajadas de flores repudiando la tosca esclavitud de la ignorancia, me resulta crucial, lírico y estimulante.

Pero después de esa breve introspección en los ritos germinativos, sublimados por la religión y encastados en tradiciones y leyendas viajeras, veo que el relato tiene tanto la intención de fijar los hechos de manera minuciosa como la de explicar la historia de un fenómeno creciente, extraño en sus inicios y que poco a poco, en el transcurso de apenas sesenta años se ha convertido en una manifestación grandiosa, donde convergen ilusión, competencia, esfuerzo y creatividad. Lo cierto es que desde la primera cruz de aquel mayo del año 1.944, importada desde Caravaca, por un burrianero de adopción inquieto y desmedido, el profesor Solà, uno más de la virtuosa cofradía intemporal y lúdica de este pueblo, no ha habido año en que no creciera el fragor de esa primavera preñada de cruces por las calles.

El vientre de la fiesta, sistemático y antiguo, livianamente explicado en los tibios rituales primaverales de las cruces de término, “los calvarios” y lúdicamente resuelto en las maravillosas excursiones marineras del bisbe Luís Pérez “Carallarga”, se fue haciendo más grande, más enjambre expresivo, conforme el pueblo se lo apropiaba y lo convertía en pasaje de una forma cultural abierta y refrescante.  Bastó que los falleros hicieran un primer ejercicio de identificación, para que la fiesta adquiriera altura en su vuelo. Pero como en estos menesteres siempre es necesaria la mano que guía los vaivenes de la gloria, hay un reguero de nombres imprescindibles que circulan por las páginas del libro, sin cuya voluntad creativa y de sublimación, no hubiera sido posible nada de cuanto aquí se cuenta. Hablo de Joaquín Ortells, omnipresente durante treinta años, inventor casi de la fórmula y de sus variaciones sucesivas, jardines incluidos. Hablo de Antonio Gumbau y Juan Vidal, en permanente tensión creativa, nunca circunspectos siempre acezantes. Hablo también de Antonio Agut, de Piera y de Villalta.

Sé que me dejo a muchos que no siendo los creadores- es obvio que el corporativismo me puede- han dedicado su mejor energía al proceso haciendo el trabajo oscuro y metódico de la organización y el desempeño diario. Entre ellos está los falleros de tantas y tantas fallas que han ido interviniendo, con los años, en esta fiesta del mayo vital y predecible de Burriana.

J. Arribas en su afán por impermeabilizar las paredes de su trabajo historiográfico, no deja nada sin reseñar y para evitar la tentación del simplismo expositivo, recurre a la sistemática temporal y explica por décadas, desde la primera de mitad de los cuarenta hasta la última desde los años dos mil, las distintas magnitudes de la fiesta y los elementos que caracterizaron cada una de ellas. Porque curiosamente en cada una de esas etapas hay datos singulares. Unas veces es el cambio de ritmo expresivo, la suavización de las formas, la búsqueda de la sensualidad. Otras es la generación de elementos complementarios, jardines, hornacinas, que exijan una mirada dual, menos literalmente piadosa, más ubicua. Otras veces el vigor se resuelve desde la competencia entre unas fallas y otras, La Mercé i La Ravalera, l’Escorredor i Garbó. Otra década se identifica por la irrupción de La Bosca y otra con un liderazgo casi cruel de l’Axiamo, imperial y explosiva.

Me atreví a decir que si, sin saber nada del tema, sin recordarlo siquiera, porque el vínculo forjado entre mi pueblo, mis emociones y mi memoria es tan poderoso y simétrico como la mirada del tigre, aglutina pedazos indisolubles de materia orgánica y conceptual y me impide la posibilidad de negarme. Ya puestos, supuse que además de leerme el libro y atiborrarme de visiones precisas y preciosas de centenares de cruces de mayo, descubriría algo más, obtendría referencias del inconsciente colectivo burrianero y esa constatación o esa evidencia sobrevenidas me ayudarían a entender mejor los códigos personales de pertenencia a la tribu.

Debo confesar que ha sido así. Os preguntaréis cómo es posible que una monografía donde se repite incesante una letanía visual y textual con el objetivo de aclarar conceptos, ilustrar connivencias, fijar fechas, recuperar nombres y enseñar monumentos, pueda provocar hallazgos personales esclarecedores. Muy sencillo, este libro no es solo eso, que siéndolo ya justificaría su edición, es además la recreación de una singularidad que nos atañe como pueblo, la del protagonismo con nombre propio, ese que dota de especificidad a cuanto hacen los burrianeros, con independencia del escenario, el tema y los condicionantes.

He observado con agrado y un punto de complicidad cínica, que algunos de mis amigos cuando se presentan dicen que son de Burriana después de decir su nombre, o incluso arguyen esa condición de pertenencia para obtener pequeños favores en determinadas circunstancias. Necesito dos entradas para esta tarde, decía mi amigo de Burriana asomado a la taquilla y al contestarle el otro que no quedaban le respondía sin sorna, con una convicción casi proteica, es que soy de Burriana. En el tira y afloja de esta historia legendaria mi amigo y yo hemos convenido en un final feliz: le daban las dos entradas por ser de Burriana.

Algo de esa certidumbre, de esa voluntad de trascendencia de lo cotidiano, de ese código personalísimo y dúctil que nos induce a buscar y perseverar, como burrianeros, en la diferencia, hay en este libro de Julián Arribas sobre las cruces de mayo. No sé que le ha impelido a husmear en este territorio totémico y tribal, donde lo cristiano se apropia de lo pagano, lo digiere, lo transforma y lo utiliza con nuevos ropajes,  si ha sido su vinculación personal a la fiesta, la necesidad de definir el lazo festivo de fallas y cruces, el afán nunca expresado de convertirse en portavoz del colectivo o la pretensión de homenajear a cientos de personajes que han hecho posible que esa tradición, no originalmente burrianera, agrandara su urdimbre en nuestro pueblo y permitiera comprobar, una vez más, que para nosotros lo normal se define, contradictoriamente, por su excepcionalidad.

José Félix Escudero

No hay comentarios:

Publicar un comentario